Laura Llevadot
(Universidad de Barcelona)
Resumen:
El objetivo de este artículo es
mostrar cómo Derrida ha concebido el exceso del concepto
kierkegaardiano de muerte, especialmente en relación con “la
muerte del otro” en oposición a la propia muerte. A pesar de las
críticas que Lévinas dirige a lo religioso en Temor
y temblor, en cuanto implica una
suspensión de la ética, Derrida descubre en Kierkegaard una ética
más exigente, una ética que suspende la ética: la ética del
superviviente. Kierkegaard llevó a cabo, según Derrida, “un
doblete no dogmático del dogma, uno que repite la posibilidad de la
religión sin religión”.
La
tesis que aquí se defiende es que esta ética del deber absoluto que
Derrida descubre en Temor y temblor,
en oposición a las éticas que dan sentido a la vida a pesar de la
muerte, se resuelve en torno al tema central de la muerte del otro.
Se mostrará cómo esta ética que defiende Derrida se corresponde
con la “ética segunda” que Kierkegaard señala en Temor
y temblor y desarrolla en Las
obras del amor, especialmente en la
articulación del deber absoluto de “amar a los muertos”.
Abstract:
The aim of this article is to show that it was Derrida who expounded
the excesses of Kierkegaard´s concept of death, especially in
relation to the “death of the other” as opposed to one´s own
death. In spite of Levinas´ criticism of the concept of religion in
Fear and Trembling, implying a suspension of ethics, Derrida
discovers in Kierkegaard a more constraining ethic, an ethic which
suspends ethics: the ethics of the survivor. Kierkegaard implemented,
according to Derrida, “a non-dogmatic double of dogma, one that
repeats the possibility of religion without religion”.
My
thesis is that this ethic of absolute duty which Derrida discovers in
Fear
and Trembling,
is an ethic which, as opposed to the other which gives meaning to
life in
spite
of death, revolves around the central point of the death of the
other. This is precisely the “second ethics” which is propounded
in Fear
and Trembling
and which Kierkegaard develops in Works
of Love with
his concept of the absolute duty to “love the dead
“¡Escribe! ¿Para
quién? Para los muertos, para aquellos a quienes hemos amado”1
“Un
hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”, así reza la
proposición 47 del libro IV de la Ethica
de Spinoza en cuyo
contexto la muerte aparece como un pensamiento que entristece y que
por lo tanto merma nuestra potencia de obrar y de pensar. El rechazo
a pensar la muerte, y en especial su vinculación a la tristeza y al
dolor de los que se quedan, parece una constante para una cierta
concepción de la filosofía que privilegia la vida. Así por
ejemplo, la imagen de Sócrates en el Fedón,
feliz de asumir su muerte, constituye el emblema del filósofo que ha
aprendido a morir. Xantipa, su mujer, es expulsada de este escenario
en el que concurren la filosofía y la muerte. Y aquí hay que hacer
notar que a Xantipa no se la excluye por ser mujer, sino por haberse
dejado afectar por lo que de excesivo hay en toda muerte, pero
sobretodo en la muerte del otro, aquel a quien amamos. En un extremo
del arco, la figura del hombre libre, el filósofo, que no teme la
muerte; al otro, tensándolo, la figura de Xantipa, esclava de sus
pasiones, que está ahí para recordar la fragilidad de nuestra
relación con la muerte, y con la vida.
Las
cosas no cambian demasiado cuando la muerte entra en el horizonte del
pensamiento contemporáneo de la mano de Heidegger. En la perspectiva
ontológica de Ser y
tiempo, la muerte no es
concebida en su vinculación a la emoción, al exceso que se
experimenta ante la muerte del otro. La muerte, pensada así,
recaería en el ámbito de lo óntico, supondría comprender la
muerte como un hecho que concierne a un ente, pero el Dasein
no es un ente: “Lo que está en cuestión es el sentido ontológico
del morir del que muere, como una posibilidad de ser de su
ser, y no la forma de la coexistencia y del seguir existiendo del
difunto con los que se han quedado”2.
Para pensar al Dasein
ontológicamente es necesario tomar en consideración “su propia
muerte” [der eigne
Tod], la muerte personal
y auténtica. Sólo de este modo el Dasein
se enfrenta a su finitud y se descubre como “ser-para-la-muerte”.
Pero este gesto de anticipación de la propia muerte no tiene otra
finalidad que redundar en la vida, autentificarla. Contra la
ignorancia de la muerte que se da en la vida cotidiana, el Dasein
se comprende como algo más que un ente cuando asume su propia
muerte. Si bien es cierto que la angustia juega aquí un papel
esencial, a diferencia del caso socrático, ésta sigue vinculándose
con la propia muerte y no con la muerte del otro. Volvemos de este
modo a la figura del hombre libre, del filósofo, como imagen
reguladora de un vivir que asume la muerte propia, un modo de ser,
esta vez auténtico. Xantipa es aquí de nuevo rechazada, ella es lo
óntico.
Corresponde
a Levinas haber introducido “la muerte del otro”, contra
Heidegger, en el horizonte del pensamiento contemporáneo y haber
tratado de construir una ética a partir de esta experiencia. Pero es
sintomático que Levinas deba distanciarse de Kierkegaard — el
único que pensó hasta el final nuestra relación con los muertos—
para poder asentar su propuesta. La tesis que en este trabajo
defiende es que en Kierkegaard la “muerte del otro” constituye el
enclave de la segunda ética. A
pesar de las críticas que Levinas dirige contra la concepción de lo
religioso en Temor y Temblor,
en tanto implica una suspensión de la ética, Derrida descubre en
Kierkegaard una ética más exigente, una ética que suspende la
ética: la ética del superviviente. Kierkegaard llevaría a cabo,
según Derrida, “un doblete no dogmático del dogma, un doblete
filosófico, metafísico, pensante
en todo caso, que repite
sin religión la posibilidad
de la religión”3,
y ello para mostrar la potencia del cristianismo que no ha sido
todavía pensada y que se sustrae a sus críticas externas.
La
potencia del cristianismo, o del doblete del cristianismo que
Kierkegaard realiza, reside en esta ética segunda que piensa la
responsabilidad a partir de la muerte del otro en lugar de tomar en
consideración primeramente la propia muerte. Tal vez desde esta
perspectiva el sentir de Xantipa —esclavo, óntico, excesivo—
pueda ser vehiculado hacia una comprensión ética que deshaga la
dualidad demasiado tajante, metafísica se diría, entre la vida y la
muerte.
Este
artículo desarrollará
pues los siguientes puntos: 1.- La crítica de Levinas a Heidegger y
a Kierkegaard; 2.- La concepción de la ética absoluta y su relación
con la muerte del otro que Derrida muestra en su análisis de Temor
y temblor; y finalmente,
3.- La centralidad de la muerte del otro en la ética segunda de
Kierkegaard que se desarrolla en Temor
y Temblor, La
enfermedad mortal y Las
obras del amor.
1.-
Morir por el otro
En
su reflexión acerca de la muerte y de lo ético Levinas reprocha a
Heidegger partir del principio, para el Dasein,
de su propia muerte. Lo primero que debe ser pensado, desde la
perspectiva de Levinas no es la propia muerte sino la muerte del
otro. El pensamiento de la muerte del otro se articula en diversos
momentos a lo largo de la obra de Levinas. a) En primer lugar, la
muerte aparece como condición de posibilidad de la relación con el
otro. Aquí, la angustia ante la propia muerte que modulaba el
análisis fenomenológico de Heidegger se vierte en el “temor de
poder matar al otro”. El yo tiene una responsabilidad infinita
respecto al otro en la medida en que descubre que puede matarlo: “La
voluntad está bajo el juicio de Dios desde el momento en que el
miedo a la muerte se invierte en temor de cometer un asesinato”4.
El rostro del otro, su alteridad y trascendencia, se resiste a esta
violencia, y en esta medida el yo entabla una relación de
responsabilidad con dicha trascendencia en tanto reconoce en el
rostro del otro esta resistencia. En una inversión de la célebre
frase de Heidegger, Levinas dirá que “la otredad del otro
manifiesta la imposibilidad de nuestras propias posibilidades”. b)
En un segundo momento la responsabilidad ante la muerte del otro se
extiende a su condición de mortal: “Soy responsable del otro en la
medida en que es mortal. La muerte del otro es la primera muerte”5.
Aquí no se trata ya de que el yo descubra su responsabilidad ante el
otro en la medida en que puede matarlo, sino en el hecho de que la
estructura del asesinato está implícita en toda muerte. La muerte
del otro me hace “sobrevivir como culpable”6.
Siempre se vive en el lugar del otro, ocupando un lugar que no nos
pertenece, que tal vez ocuparía el otro si siguiera vivo, pero cuya
muerte ha despejado para que lo habite un superviviente que siempre
será culpable, responsable, de lo que ha dejado morir, y aquí la
experiencia de los supervivientes de Auschwitz es ejemplar a este
respecto. De ahí que Levinas insista en recordar contra la tradición
filosófica que “es preciso pensar en todo lo que hay de asesinato
en la muerte: toda muerte es asesinato, es prematura, y hay una
responsabilidad del superviviente”7.
c) Pero finalmente, es la desmesura del sacrificio, de la capacidad
de “morir por el otro” lo que acaba articulando la ética de
Levinas. Allí donde Heidegger rechazaba el “morir por el otro”
como estructura originaria del Dasein
en la medida en que una acción de este tipo nunca libraría al otro
de su muerte, y “la muerte es, en la medida en que es,
esencialmente en cada caso la mía”8,
Levinas ve en esta suplantación de la muerte lo propiamente humano:
“El hecho de admitir que la muerte del otro es más importante que
la mía es el milagro mismo de lo humano en el ser: fundamento de
todas las obligaciones”9.
No se trata, claro está, de fundar una ética del sacrificio, sino
de interrogar el sacrificio como una posibilidad de lo humano, que de
hecho es real, ocurre. La excesiva gratuidad del sacrificio desborda
al hombre como ser razonable, excede su mera condición de conatus.
La prioridad del otro frente al yo, aún en el caso extremo de la
muerte, expresa lo humano que hay en el yo cuando éste responde a la
llamada del otro: ‘heme
aquí’ [me
voici]10.
Pero
‘heme aquí’
es precisamente lo que Abraham responde a Dios cuando éste le pide
matar a su hijo, y es sobre este deber absoluto de responder al
totalmente Otro que versa la apología de la fe llevada a cabo por
Kierkegaard en Temor y
temblor. De ahí que
Levinas deba medir sus distancias con la concepción kierkegaardiana.
De hecho Levinas ya había pasado cuentas con Kierkegaard en 1963 en
un artículo titulado Ethique
et Existence11.
Levinas critica en este texto el modo cómo es definido el ámbito
de lo ético en Temor y
temblor. Kierkegaard
opondría, en su lectura del sacrificio de Abraham, la afirmación de
la subjetividad, de la singularidad, frente a lo ético entendido
como la esfera de la generalidad y el discurso. En este sentido
habría una prioridad de lo religioso, como ámbito del secreto, del
silencio, de la verdad indecible que sufre, de la subjetividad
atrincherada, sobre lo ético como espacio de la comunidad y por lo
tanto de la intersubjetividad. La fe en Dios aísla al creyente del
resto de los hombres, hasta el punto de sacrificarlos como pretende
hacerlo, por obediencia, Abraham con Isaac: “La verdad que sufre no
abre al hombre a los otros hombres, sino a Dios en la soledad”12.
Lo religioso requiere por tanto de una suspensión del orden ético,
lo que Kierkegaard llama “la suspensión teleológica de la ética”
como condición sine qua
non para comprender la
acción de Abraham. Es en este punto donde Levinas reprocha a
Kierkegaard la violencia que él no se permitiría en su propio
discurso: “La violencia nace en Kierkegaard en el preciso instante
en que la existencia, al rebasar el estadio estético, no puede
quedarse en lo que toma por estadio ético, cuando entra en el
estadio religioso, dominio de la creencia.”13.
Para Levinas lo ético no reside, como en Kierkegaard, en el orden de
la generalidad, sino por el contrario en el del encuentro con el otro
el cual tiene la prioridad sobre el yo: “El yo ante el Otro es
infinitamente reponsable”; “La subjetividad es
en esta responsabilidad,
y sólo la subjetividad irreductible puede asumir una
responsabilidad. Eso es la ética.”14.
Este espacio de encuentro con el otro en el que se hace posible la
responsabilidad, la respuesta, es el espacio de lo ético e incluso
el espacio de la comunicación. Ciertamente el lenguaje comunicativo
que viene a ocupar este ámbito relacional de lo ético no es, en
Levinas, el lenguaje tematizante y totalitario propio de la
ontología, pero es sin embargo un decir comunicativo que condena sin
miramientos el silencio de Abraham.
Así
pues, lo que diferencia la concepción de Levinas de la de
Kierkegaard son sus respectivos tratamientos de la “muerte del
otro” y del sacrificio como cifra para pensar lo ético o lo
ético-religioso. Como se ha mostrado Levinas articula lo ético a
partir de la estructura del “morir por el otro”, mientras que en
la lectura que Kierkegaard realiza del pasaje bíblico de Abraham lo
que está en cuestión, tal y como ha mostrado Derrida, es el “dar
la muerte” al otro en virtud de una instancia superior. La
estructura del “morir por el otro” que Levinas defiende es de
hecho contemplada por el propio Kierkegaard en Temor
y temblor, es la acción
que realiza el héroe trágico, pero no así el padre de la fe.
Kierkegaard-De Silentio se plantea incluso esta posibilidad referida
al propio Abraham: “Si Abraham hubiese dudado, habría obrado de
manera diferente y realizado, a los ojos del mundo, algo grande y
glorioso (…) Se habría dirigido al monte Moria, partido leña,
encendido la pira y sacado el cuchillo. Y en ese mismo instante le
habría gritado a Dios: ¡No desprecies este sacrificio, Señor! (…)
Se habría clavado el cuchillo en su pecho. En este caso Abraham
sería la admiración del mundo entero y su nombre tampoco sería
olvidado. Mas una cosa es ser admirado y otra muy distinta ser la
estrella que guía y salva al angustiado.”15
Si Abraham hubiese dudado, si se hubiera dado en sacrificio, si
hubiese muerto en el lugar de Isaac, se hubiera comportado como un
héroe trágico, pero no como el caballero de la fe. La fe consiste,
antes bien, en dar la muerte, dar la muerte a lo más amado, en
responder a la exigencia desmesurada del otro: Heme
aquí, justo porque se
cree en virtud del absurdo que el objeto del sacrificio no nos será
arrebatado. Éste es el ámbito de lo religioso tal y como es
dibujado en Temor y
temblor, el ámbito de
la creencia que implica necesariamente la suspensión de lo ético y
la incomunicación. Abraham no puede hablar, porque hablar sería
perder su responsabilidad, traducirse a lo general, romper el pacto
de obediencia. ¿Significa esto que la ética se ha perdido? ¿Cómo
pudo Abraham levantar el cuchillo ante Isaac? ¿Puede justificarse
moralmente tamaña atrocidad? Es aquí donde resulta imprescindible
la lectura que nos ofrece Derrida.
2.-
Dar la muerte
Derrida
propone una lectura ética de lo religioso tal y como es trazado en
Temor y temblor en
la medida en que asume que Kierkegaard no se somete sin más al
dogma, sino que lleva a cabo “un
doblete no dogmático del dogma”, “uno que repite
sin religión la posibilidad
de la religión”. La
pregunta que dirige Derrida al texto de Kierkegaard, una vez asumida
la crítica de Levinas, es la siguiente: ¿Y si la suspensión de la
ética llevada a cabo por Abraham no implicase la defensa de lo
irracional religioso sino la aparición de una segunda ética? Esta
cuestión, que no es explicitada por Derrida pero a la que responde,
está justificada por el propio texto de Kierkegaard16.
La segunda ética, que será anunciada en la introducción a El
Concepto de Angustia,
aparece ya en Temor y
temblor cuando De
Silentio advierte que el deber absoluto de amar a Dios no abole la
ética sino que antes bien la transforma: “De ahí no se sigue en
modo alguno que la ética tenga que ser abolida, sino simplemente que
se formula de manera diversa dentro de los parámeteros de la
paradoja, recibe una expresión paradójica”17.
Esta expresión paradójica de la ética es lo que Derrida va a
entender como una “ética del deber absoluto”, una
responsabilidad infinita que toma como modelo el sacrificio de
Abraham tal y como Kierkegaard lo entiende. Derrida opone así esta
ética del deber absoluto a la ética universal de los deberes y los
derechos, esto es a aquellas éticas basadas en la universalidad, la
generalidad y el discurso. La crítica que Derrida dirige a este tipo
de éticas se asienta en dos argumentos: 1) En primer lugar, la ética
de los derechos y deberes universales se sustenta, a su pesar, en la
estructura del sacrificio. La acción de Abraham no es extraordinaria
porque trate de dar muerte a su hijo, eso lo hacemos todos los días
cuando, en virtud del amor preferencial, cuidamos de los nuestros y
dejamos morir a todos los otros. Mi responsabilidad ante el otro
siempre implica el sacrificio de todo otro, el otro al que no
atiendo, a quien no elijo para amarlo, a quien dejo morir, a menudo
de hambre. Lo que Derrida no admite es que la buena conciencia quiera
ocultar este sacrificio cotidiano sobre el que se asientan las buenas
acciones y las buenas razones: “Lo que desconocen los caballeros de
la buena conciencia es que el sacrificio
de Isaac ilustra, si
podemos emplear este término, en el caso de un misterio tan
nocturno, la experiencia más cotidiana y común de la
responsabilidad”18.
Al preferir al otro, al elegirlo en mi amor y en mi bondad sacrifico
también a mis semejantes “que mueren de hambre o de enfermedad”19.
Pero hay algo que colegir de esta afirmación y que se hace relevante
a partir de la lectura de Las
obras del amor de
Kierkegaard y de Espectros
de Marx20:
al preferir la presencia de los vivos, de los que están aquí y me
reclaman, traiciono también a los ausentes, a los que ya no están y
a los que no han llegado todavía, a los muertos y los no nacidos.
Esta cuestión habrá de ser recogida más tarde para ser justos con
Kierkegaard y Derrida. 2) En segundo lugar el concepto de
responsabilidad que maneja este tipo de ética disuelve la
responsabilidad absoluta en el discurso: “¿Qué nos enseñaría
Abraham en esta aproximación al sacrificio? Que lejos de asegurar la
responsabilidad, la generalidad de la ética nos empuja a la
irresponsabilidad. Incita a hablar, a responder, a rendir cuentas,
así pues, a disolver mi singularidad en el elemento del concepto.”21.
Kierkegaard insiste a menudo en que Abraham no
puede hablar. Hablar
sería justificarse ante los otros, querer hacerse entender, buscar
la solidaridad y el consenso, querer convertirse en héroe trágico y
ser admirado por ello. Pero es esencial a la responsabilidad absoluta
que la decisión sea íntima e indecible. Ni siquiera el lenguaje
comunicativo al que apela Levinas podría dar cuenta de esta relación
absoluta con el otro.
¿Qué
sería entonces esta segunda ética, esta ética absoluta a la que
Derrida apela en su lectura de Kierkegaard? Sería, en primer lugar,
una ética que contra la buena conciencia asume su culpabilidad ante
la muerte del otro, y cuyo modelo de actuación sería el que tuvo
Abraham con Dios. Porque Dios es aquí “cualquier
radicalmente otro”,
todo otro es para mi “el otro absoluto”. La respuesta a todo otro
sería entonces, como quería Levinas, el heme
aquí, comportarse con
todo otro como lo haría un caballero de la fe, aquí radica lo
extraordinario de la acción de Abraham: “En el momento de cada
decisión y en la relación con cualquier/radicalmente
otro como cualquier/radicalmente otro,
cualquier/radicalmente otro nos pide a cada instante que nos
comportemos como caballeros de la fe.”22.
Habría que añadir, sin embargo, que el otro no es necesariamente el
que está presente, el vivo. Si seguimos la estela de Espectros
de Marx debemos recordar
el llamamiento ético que allí hacía Derrida: “ninguna ética,
ninguna política, revolucionaria o no, parece posible, ni pensable,
ni justa,
si no reconoce como su principio el respeto por esos otros que no son
ya o por esos otros que no están todavía ahí,
presentemente vivos,
tanto si han muerto ya como si todavía no han nacido. Ninguna
justicia —(...)— parece posible o pensable sin un principio de
responsabilidad,
más allá de todo presente
vivo, en aquello que
desquicia el presente vivo, ante los fantasmas de los que aún no han
nacido o de los que han muerto ya”23.
Hasta aquí esta ética absoluta podría coincidir con la de Levinas,
al menos con la que desarrolla en De
otro modo de ser o más allá de la esencia,
donde el otro pierde su fenomenalidad y su presencia. Sin embargo el
segundo aspecto, el del silencio y la imposibilidad de hablar, rompe
claramente la estructura levinasiana. Lo que dice el silencio de
Abraham es que la singularidad es inconmensurable con la realidad y
el discurso. Quien habla no se dice nunca a sí mismo, el sujeto de
enunciación no coincide con el sujeto del enunciado. Desde la
perspectiva de Kierkegaard y Derrida, la singularidad es la
resistencia a toda referencia directa y a todo discurso totalizador.
Este fondo oculto e intraducible es lo que Kierkegaard llamaba
interioridad y que Derrida nombra Dios en una apuesta por repetir la
“religión sin religión”: “Dios es el nombre de la posibilidad
para mí de guardar un secreto que es visible en el interior pero no
en el exterior. (...) En cuanto puedo guardar una relación secreta
conmigo mismo y no decirlo todo; en cuanto hay algún secreto y algún
testigo secreto dentro de mí para mí, hay eso que llamo Dios, (hay)
que llamo Dios dentro de mí (...) Dios está en mí, él es yo
absoluto, es esta estructura de la interioridad invisible que se
llama, en el sentido kierkegaardiano, la subjetividad.”24
Este espacio de la interioridad no traducible, de la subjetividad
atrincherada, debe ser reclamado, porque es justo el lugar donde
habitan los muertos, donde nos relacionamos con los que ya no están
o no han llegado todavía, y donde radica por lo tanto la posibilidad
de la ética segunda, de una relación con los otros en los términos
de responsabilidad infinita y de fe, una “religión sin religión”.
Cuando Derrida afirma, siguiendo a Patocka, que “tal vez la esencia
del cristianismo no ha sido todavía pensada”, cabe responder que
dicha esencia fue pensada una vez, que esa esencia no pensada del
cristianismo que resiste sus críticas externas es lo que Kierkegaard
llamó ética segunda y que desarrolló en Las
obras del amor. En este
texto Kierkegaard toma como modelo de esta ética segunda
precisamente nuestra relación con los muertos. Aquí la relación
del superviviente con la muerte del otro –y no la propia muerte ni
el morir por el otro– abre la posibilidad de la ética. Veamos
cómo.
3.-
La muerte del otro en la ética segunda
Lo
que en Temor y temblor se
anunciaba como una transformación de lo ético en lo religioso, en
virtud de la cual la ética recibe una “expresión paradójica”,
en El concepto de
angustia se formula ya
como ética segunda [den
anden Ethik]: “La
nueva ciencia empieza con la Dogmática, exactamente en el mismo
sentido en que la ciencia inmanente empieza con la metafísica. Aquí
vuelve a hallar la ética nuevamente su lugar, en cuanto ciencia
peculiar que propone a la realidad como tarea la conciencia que la
dogmática tiene de la misma realidad. Esta ética no ignora el
pecado”25,
y: “la primera ética [Den
første Etik] ignora el
pecado y la segunda ética [den
anden Etik] incluye en
sus dominios la realidad del pecado.”26.
¿Qué significa aquí el pecado? ¿Qué relación puede éste tener
con la ética? La ética segunda ciertamente no explica el pecado,
pero lo presupone, parte de la “conciencia que la dogmática tiene
de la misma realidad”, esto es, de la realidad del pecado. En el
“doblete no dogmático del dogma” que Kierkegaard lleva a cabo
aquí el pecado es, ante todo, la conciencia de la no-transparencia
del sujeto a sí mismo, es la asunción de que “la subjetividad es
la no-verdad”, de que el hombre ha perdido la verdad por culpa
propia. El pecado da cuenta de la impotencia del sujeto para realizar
la primera ética, la cual es una ciencia “demasiado ideal”27.
La primera ética, lo que Derrida llamaba la ética de los deberes y
derechos universales, presupone la capacidad del sujeto para cumplir
el deber y la posibilidad de hacerlo en un marco comunitario, por el
contrario la segunda ética parte del fracaso, es una “ética
condicionada por un derrumbe. Procede del hecho de que el hombre
fracase en sus aspiraciones éticas”28.
En su relación con la muerte el pecado implica la conciencia de
aquello a lo que apuntaba Levinas: “sobrevivir como culpable”
ante la muerte del otro. Sin embargo, la ética segunda no se
construye sobre la estructura del “morir por el otro”, ni
siquiera sobre la del “dar la muerte” —experiencia que asume—,
sino sobre el deber de amar a los muertos. La ética segunda se juega
en nuestra relación con los muertos, en el modo cómo vivimos la
muerte del otro.
Una
aproximación preliminar a esta cuestión la hallamos en La
enfermedad mortal de la
mano de Anti-Climacus. La
enfermedad mortal dibuja
el tránsito que va desde la desesperación del hombre inmediato
hasta la fe que asume la desproporción del pecado. Leído este texto
desde la perspectiva de Las
obras del amor, lo que
se traza aquí es el trayecto entre dos formas de vida que se
distinguen por su relación con la muerte. La primera de ellas es la
del hombre inmediato que desespera por lo terrenal. El hombre
inmediato está “en relación de inmediatez con el otro”29.
Cuando algo terrenal le es arrebatado, cuando le falta aquel otro a
quien amaba, este hombre desespera. Desea incluso la propia muerte o
en términos kierkegaardianos “no desea ser sí mismo”. Según
Anti-Climacus esta forma de desesperación es la más baja de todas,
y sin embargo habrá que reconocer que es la más común, y que es
ella la que nos advierte de la fragilidad de la inmediatez, del débil
lazo que nos une a la vida. Xantipa reaparece aquí de nuevo bajo la
figura del hombre inmediato. El extremo opuesto lo constituye la fe
que en este texto es definida como aquella situación en la que “al
relacionarse consigo mismo y querer ser sí mismo, el yo se apoya de
manera lúcida en el poder que lo ha establecido”30.
Lo que nos interesa destacar aquí es que a esta situación ejemplar
no se llega sino por la asunción del pecado (de la impotencia) y su
relación con la ética. Anti-Climacus lo advierte cuando afirma que:
“La especulación no tiene en cuenta que en relación al pecado la
ética representa una parte importante”31.
La ética a la que de este modo se apunta es por lo tanto la ética
segunda que se articula a partir del principio: “Tú debes”32.
El deber al que aquí se hace referencia es el de querer o no querer
creer, pero se trata siempre de creer en esta vida, no en otra vida
(después de la muerte) ni en una vida transformada. Respecto a la
muerte, Anti-Climacus nos advierte ya desde la introducción que
“Cristianamente entendido, en la muerte caben infinitamente muchas
más esperanzas que en lo que los hombres llaman vida”33.
¿Quiere esto decir que el cristianismo aporta esperanza ante la
muerte porque promete otra vida después de esta vida? En absoluto.
Suponer esto contradiría la concepción kierkegaardiana del
cristianismo, eso que todavía no ha sido pensado y que escapa a sus
críticas externas. Nunca se habrá insistido suficientemente:
“Abraham, a pesar de todo, creyó; y creyó para esta vida. Porque
si su fe se hubiera referido solamente a la vida futura, no le habría
costado apenas nada despojarse de todo para abandonar en seguida un
mundo al cual ya no pertenecía.”34.
La cuestión es como siempre, tanto en Temor
y temblor como en La
enfermedad mortal: ¿Cómo
creer en esta vida cuando la muerte nos arrebata lo que más amamos?
¿Cómo creer cuando somos nosotros mismos quienes damos la muerte,
cuando se nos pide dar la muerte, cuando sobrevivimos como culpables?
A esta cuestión La
enfermedad mortal responde
con un inarticulado “Tú
debes”, probablemente
porque este deber recibe su contenido concreto en las acciones que se
describen en Las obras
del amor, y en especial
en su penúltimo capítulo que justo lleva por título “La obra de
amor que consiste en recordar a los muertos”.
Este
capítulo de Las obras
del amor ofrece la
posibilidad de comprender la ética segunda a partir de nuestra
relación con los muertos. Lejos de la máxima spinozista, el
pensamiento de la muerte aparece en este texto como el lugar propicio
para pensar la vida, y da de hecho el criterio para vivirla: “En
relación con un difunto tienes la pauta a que has de ajustarte.”35
El difunto es aquel a quien hemos amado con un amor preferencial,
aquel cuya pérdida nos ha desesperado (y eso es el pecado) hasta el
punto de “no querer ser uno mismo”. La ética segunda parecía
rechazar este amor preferencial, incitaba al deber de amar más allá
del objeto concreto, y sin embargo es en nuestra relación con los
difuntos, en el deber de amar a los muertos —a quienes hemos amado
concretamente— donde se establece el modelo de la ética segunda.
¿Por qué? El argumento de Kierkegaard es el siguiente:
Contrariamente al amado, el muerto no es una realidad, no es un
objeto real [virkelig
Gjenstanden]. “El
muerto se calla”36.
El muerto no nos hace violencia, no nos reclama, no implora nuestro
amor. De hecho la realidad siempre trabaja contra el muerto. Los
vivos nos hacen señas para que olvidemos al muerto, es como si nos
dijeran “Ven con nosotros, nosotros te amaremos de veras”37.
Pero la realidad, para ser ética, debe tener alguna relación con lo
inexistente, con el fantasma, diría Derrida. Porque el muerto no es
real, porque se calla, actúa precisamente como ocasión para
descubrir el tipo de amor que habita en el vivo. Como la escritura
kierkegaardiana, el silencio del muerto “es sólo la ocasión que
pone al descubierto constantemente lo que habita en el vivo
relacionado con él”38.
Aquel quien sigue el precepto de amar a los muertos descubre un amor
libre, desinteresado, sin esperanza, porque del muerto no se puede
esperar nada, no nos puede recompensar como sí desearíamos que lo
hiciera el vivo. El deber de amar a los muertos expresa el deber de
amar sin cálculo y sin interés. Ésta es la concepción del amor
que alberga la ética segunda, la esencia no pensada del cristianismo
que Kierkegaard pensó. A través del deber de amar a los muertos el
amor preferencial se invierte en amor al prójimo39.
El muerto es aquel a quien hemos amado con un amor preferencial pero
que al partir, al convertirse en difunto, se convierte en ocasión,
silenciosa pero exigente, de nuestro amor. El “Tú
debes” se concreta
aquí como “deber de amar al prójimo” en virtud del absurdo,
donde el prójimo es el muerto, y es el vivo y es cualquiera. Para
este tipo de amor el objeto es lo indiferente. En este punto Adorno
tiene razón cuando afirma: “esta dialéctica del amor linda con la
ausencia de amor. Ella exige del amor que se comporte con todos los
hombres como si estuvieran muertos”40.
Pero lejos de implicar fetichismo alguno, amar al vivo como si
estuviera muerto, significa ser capaz de “no ver” sus respuestas,
sus reclamos, sus recompensas, en una palabra, su impotencia, esto
es, lo que Kierkegaard llama pecado. Y aquí Adorno vuelve a acertar
cuando reconoce la crítica al capitalismo que esto implica: “Contra
la sociedad capitalista, la relación con el muerto persevera en la
idea de la libertad de las relaciones humanas respecto a toda
finalidad”41.
No hay pues que afanarse en defender a Kierkegaard de las críticas
que Adorno lleva a cabo en este artículo, no es necesario seguir
recordando una y otra vez a Adorno que este modelo de amor se dirige
a los vivos42.
Hay que darle la razón a Adorno contra todo intento de suavizar el
exceso kierkegaardiano. En este exceso radica la posibilidad de
atisbar el alcance de la ética segunda contra toda ética
universalista de derechos y deberes.
El
amor a lo presente, la prioridad de lo vivo sobre lo muerto, la
responsabilidad hacia lo real, muestra el sometimiento de la ética
primera, la que Derrida criticaba, a la lógica del intercambio. Por
el contrario, el amor al prójimo, el deber de amar a los muertos, el
deber de amar a los vivos como si estuviesen muertos, por encima de
toda preferencia, apuntan a la posibilidad de una ética segunda que
se caracterizaría por los siguientes principios: 1) En primer lugar
en esta ética el sujeto admitiría que es la no-verdad, se haría
cargo de su culpabilidad de superviviente, se apropiaría del pecado,
en terminología kierkegaardiana. Asumiría pues la imposibilidad de
la buena conciencia que la ética primera aseguraba y se posicionaría
respecto a los otros que no son amados con un amor preferencial,
aquellos que sufren o que ya no están; 2) En segundo lugar en esta
ética la responsabilidad es infinita, porque no se dirige sólo a
los presentes que nos hacen violencia y nos reclaman, sino también a
los que se han ido y están por llegar, aquellos que no son un
“objeto real” y que sin embargo insisten, son ocasión, asedian
—diría Derrida— como espectros; y 3) Finalmente, la ética
segunda no se establece entre sujetos comunicativos, sino entre
singularidades irreductibles a lenguaje. Es en el silencio de la
interioridad agazapada donde se establece nuestra relación con los
muertos, irreductible a cualquier pretensión de discursividad, a
cualquier demanda de dar cuentas de sí o de lo real. Es en el fondo
de este silencio, como advierte Adorno, donde habita la esperanza
contra toda espera de que el muerto despierte43.
Nos
preguntábamos acerca del dolor de Xantipa ante la muerte de Sócrates
y si ese dolor podía ser vehiculado, más allá de la indiferencia
filosófica, hacia una relación ética con el otro. La ética
segunda que aquí se ha tratado de esbozar, mediante la lectura de
Kierkegaard y Derrida, no se modula ni a partir de la estructura de
la propia muerte, como ocurría en la perspectiva ontológica de
Heidegger, ni de la estructura del “morir por el otro” tal y como
la presenta Levinas, que desde una perspectiva kierkegaardiana
supondría únicamente una ética trágica. Es a partir de la
conciencia de que cada día “damos la muerte”, de que siempre
vivimos en el lugar de otro, que surge el deber de amar a los
muertos, a los que no responden y no están presentes, a quienes no
nos reclaman con sus llantos ni nos recompensan con sus acciones.
Este es el modelo de amor al prójimo que rige la ética segunda y
ciertamente esta ética suspende la ética puesto que aniquila la
buena conciencia de los demasiado vivos, demasiado comunicativos,
demasiado satisfechos de sus acciones y razones pero que pronto
olvidan, por su responsabilidad para con los vivos, a los muertos.
Del amor al prójimo, que no es nadie y es cualquiera, de quien no
esperamos nada sólo cabe esperar en silencio, como Abraham, lo
imposible: que el muerto algún día despierte: “A un muerto hay
que tratarlo como se trata a un dormido, a quien uno no se atreve a
despertar, porque se abriga la esperanza de que algún día despierte
por sí mismo.”44.
*
Este trabajo ha sido realizado y discutido en el marco del proyecto
de investigación financiado por el Ministerio de Educación y
Ciencia: «El horizonte de lo común (Entre un subjetividad no
personal y una comunidad no identitaria)» (FFI2009-08557/FISO). Una
versión menos extensa de este testo fue presentada en el “Symposium
Kierkegaard and Death”, Howard V. Hong and Edna H. Hong
Kierkegaard Library, Minnesota, December 2008. Publicado
originalmente en Stokes, P. y Buben, A., Kierkegaard and Death,
Indiana University Press, 2011, y en castellano en Convivium, n.
24, 2011.
1
J.G. v. Herder, Abhandlungen und Briefe über schöne Literatur und
Kunst, II, 45, Johann Gottfried von Herder’s sämmtliche Weke. Zur
schönen Literatur und Kunst, I-XXX, Stuttgart: Tübingen, 1827-30,
XVI, p. 114.
2
Heidegger, M., Ser y tiempo, trad. J. Eduardo Rivera, Madrid:
Trotta, 2006, p.260.
3
Derrida, Jacques, “Donner la mort”, en L’Éthique du don:
Jacques Derrida et la pensée du don , Paris:
Métailié-Transition, 1992, p. 53 (Citamos la traducción
castellana: Dar la muerte, trad. Cristina de Peretti y Paco
Vidarte, Paidós: Barcelona, 2000, p. 49).
4
Levinas, E., Totalité et Infini, Essai sur l’exteriorité,
La Haya: Martinus Nijhoff, 1961, p. 221.
5
Levinas, E., Dios, la muerte y el tiempo, trad. M. L.
Rodríguez Tapia, Madrid: Cátedra, 1994, p. 57.
6
Levinas, E., Dios, la muerte y el tiempo, op. Cit., p.53.
Bernhard Waldenfels ha señalado este giro en el pensamiento de
Levinas que va de la concepción del otro como presente en Totalidad
e Infinito, a la comprensión del otro como ausente, en la
medida en que ya no está, con lo que pierde su fenomenalidad, en De
otro modo de ser o Más allá de la esencia. Sobre esta cuestión
ver: “Levinas and the Face of the Other”, The Cambirdge
Companion to Levinas, Ed. Simon Critchley and Robert Bernasconi,
Cambridge University Press, 2002, pp. 63-81.
7
Levinas, E., Dios, la muerte y el tiempo , op. cit., p.89.
8
Heidegger, M., Ser y tiempo, op. cit., 261.
9
Levinas, E., Racismes, l’autre et son visage, entretiens
d’E. Hirsh, Paris: Cerf, 1988, p. 99. (La traducción es mía)
10
Levinas, E., Autrement qu’être ou au-delà de l’essence,
Paris: Martinus Nijhoff, 1978, p. 180.
11
Levinas, E. “Éthique et Existence”, en Noms Propres,
Montpellier: Fata Morgana, 1976, pp. 99-109. (originalmente
publicado en alemán en Schweizer Monatshefte, 1963). Para la
traducción española: “Existencia y ética”, en Kierkegaard
vivo. Una reconsideración, Madrid: Encuentro Ed: 2005, pp.
69-80.
12
Levinas, E., ”Ética y existencia”, op. Cit.., p.73.
13
Levinas, E., ”Ética y existencia”, op. Cit.., p.75.
14
Levinas, E., ”Ética y existencia”, op. Cit.., p.76 .
15
Kierkegaard, S., Temor y temblor, trad. Demetrio Gutiérrez,
Labor: Barcelona, 1992, p. 38/ SKS, 4, 117 (Traducción
parcialmente modificada).. En lo que se refiere a la obra de
Kierkegaard señalamos en primer lugar la traducción española si
la hay, y seguidamente damos la referencia de la nueva edición
danesa de las obras de Kierkegaard, Søren Kierkegaard Skrifter,
editado por Niels Jørgen Cappelørn, Joakim Garff, et al.,
Copenhague: Gads Forlag, 1997- 2009, (en delante SKS), seguido del
volumen y la página. Se indica cuándo se ha modificado la
traducción.
16
Ya en “Violencia y metafísica. Ensayo sobre el pensamiento de
Emmanuel Levinas” ( Revue de métaphysique et de morale, 3
y 4, 1964) Derrida recordaba que la crítica kierkegaardiana
al orden ético no le había impedido “reafirmar un ética en la
ética, y reprochar a Hegel no haber constituido una moral” en La
Escritura y la diferencia, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 149.
17
Kierkegaard, S., Temor y temblor, op. cit., p. 96 /
SKS, 4, 162.
18
Derrida, J., Dar la muerte, op. Cit., p. 69.
19
Derrida, J., Dar la muerte, op. Cit., p. 71.
20
Derrida, J., Spectres de Marx L’État de la dette, le travail
du deuil et la nouvelle Internationale . Paris: Galilée, 1993
(Para la traducción castellana: Espectros de Marx. El estado de
la deuda, el trabajo y el duelo, trad. José Miguel Alarcón y
Cristina de Peretti, Madrid: Ed. Trotta, 1995).
21
Derrida, J., Dar la muerte, op. cit., p. 63.
22
Derrida, J., Dar la muerte, op. cit., p. 79.
23
Derrida, J., Espectros de Marx, op. cit., p. 12-13.
24
Derrida, J., Dar la muerte, op. cit., p. 103-104.
25
Kierkegaard, S., El concepto de angustia, Trad. Demetrio
Gutiérrez, Madrid: Guadarrama, 1965, p.56 /SKS, 4, 328.
26
Kierkegaard, S., El concepto de angustia, op. cit., p.
61/SKS, 4, 330.
27
Kierkegaard, S., El concepto de angustia, op. cit., p.
49/SKS, 4, 324.
28
Arne Grøn, “Anden etik”, in Studier i Stadier. Søren
Kierkegaard Selskabets 50-års Jubilæum, Editors: Joakim Garff,
Tonny Aagaard Olesen, Pia Søltoft, CA. Reitzels Forlag:
Compenhaguen, 1998, p.86 (75-87).
29
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, trad. Demetrio
Gutiérrez, Madrid: Guadarrama, 1969, p.108/ SKS, 11, 164.
30
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, op. Cit., p.49/ SKS.
11, 130.
31
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, op. Cit., p.225/ SKS.
11, 231.
32
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, op. Cit., p. 217/ SKS.
11, 226.
33
Kierkegaard, S., La enfermedad mortal, op. Cit., p. 42/ SKS.
11, 124.
34
Kierkegaard, S., Temor y temblor, op. Cit., p. 38/ SKS, 4,
116.
35
Kierkegaard, S., Las obras del amor, trad. Demetrio
Gutiérrez, Madrid: Guadarrama, 1965, p. 243/ SKS, 9, 351.
36
Kierkegaard, S., Las obras del amor, op. Cit, p. 233/ SKS, 9,
346.
37
Kierkegaard, S., Las obras del amor, op. Cit, p. 237/ SKS, 9,
348.
38
Kierkegaard, S., Las obras del amor, op. Cit, p. 227. / SKS,
9, 341.
39
Esto ha sido destacado por Louise Carroll Keeley: “But the no
one of death
puts one in mind of one’s neighbor”, in “Loving No
One, Loving Everyone: The Work of Love
in Recollecting One Dead in Kierkegaard’s Works
of Love, International
Kierkegaard Commentary, vol. 16,
edited by Robert L. Perkins, Macon, Georgia: Mercer University
Press: 1999, p.228 [pp.211-248].
40
Adorno, Th. W., “On Kierkegaard’s Doctrine of Love”, Studies
in Philosophy and Social Sciences, vol. 8, 1940, pp. 413-429. Para
la versión castellana utilizamos: “La doctrina kierkegaardiana
del amor”, en Adorno, Th. W., Kierkegaard. Construcción de lo
estético, Obra Completa, 2, trad. Joaquín Chamorro,
Madrid: , Akal, 2006, pp. 195-211.
41
Adorno, Th. W., “La doctrina kierkegaardiana del amor”, op.
Cit., p. 210.
42
La mayor parte de los trabajos sobre el criticismo de Adorno a
Kierkegaard parten de esta posición y tratan de defender la
doctrina kierkegaardiana del amor contra las acusaciones de Adorno.
Ver por ejemplo: Søltof, Pia, “The
Presence of the Absent Neighbor in Works of Love”.
Kierkegaard Studies Yearbook 1998, Edited by N. J. Cappelørn
and Herman Deuser, Berlin. New York :Walter de
Gruyter, 113-128, y Carroll, Louis, op.
cit., 211-248.
43
“Pero la esperanza que Kierkegaard opone a la
seriedad de lo eterno
no es sino la esperanza en la realidad vida de la redención”,
Adorno,Th. W. “La doctrina kierkegaardiana del amor”, op. Cit.,
p. 211.
44
Kierkegaard, S., Las obras del amor, op. Cit, p. 227/ SKS, 9,
342.
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